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Síntesis

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Una decisión aislada puede cambiar para siempre la vida de una persona, y un suceso de apariencia insignificante alterar el curso de la Historia.

En el último tercio del siglo XIX la importación de cepas americanas extendió por Europa la plaga de la filoxera. Los viñateros franceses lucharon contra ella durante décadas sin encontrar otro remedio que arrancar las plantas afectadas. La falta de vino propio les hizo buscarlo en otras regiones, y así fue como se inició un intenso intercambio que contribuyó decisivamente al desarrollo del vino de Rioja.

En ese escenario transcurre esta novela, donde los hilos de la realidad histórica se entrelazan con las pasiones de los protagonistas componiendo un tapiz tejido por el color del vino. Entre nuevas bodegas que se yerguen y viñas amenazadas de muerte los personajes arrastran sus virtudes y defectos, aman, odian, anhelan, sufren y mueren, condicionados por su carácter, los acontecimientos imprevistos y las circunstancias que les rodean, hasta que la filoxera llega finalmente a Haro. Con ello se cierra el círculo que el enólogo Hortofeux había comenzado a trazar treinta años antes cuando dejó Burdeos para escapar de la plaga.

Primer Capítulo

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Leognan / Burdeos - Agosto de 1874



Bajo la tenue claridad nocturna, las vides trazaban líneas perfectas que partían de sus pies y confluían en un punto impreciso rodeado de tinieblas. En otras ocasiones aquella misma visión había sosegado el ánimo de Hortofeux, pero esa noche su mente avanzaba a trompicones entre dudas y deseos. Las hojas de las parras oscilaban en el aire como abanicos sometidos a la voluntad del viento atlántico. Intuía que trataban de comunicarle algo en su lenguaje de signos; sin embargo, a pesar de todos sus conocimientos sobre el cuidado de los viñedos, carecía de capacidad para interpretar el porvenir que le pronosticaban.

Entró de nuevo en la casa, encendió el quinqué de la sala, desplegó la carta que llevaba en el bolsillo y volvió a leerla una vez más:

“Antoine, mi amigo:

A pesar del tiempo transcurrido desde que abandoné el Château Lassane para emprender mi aventura española, me he mantenido al corriente de cuanto sucedía en Francia y de tus progresos durante estos doce años. Eras el mejor de mis aprendices y nunca albergué dudas sobre tu futuro. Por eso, no me sorprendió que Dominique Fillon te contratara.

En cuanto a mí, no me arrepiento de haber aceptado la propuesta que D. Guillermo Hurtado de Mendoza me hizo en nombre de la Diputación Alavesa. Los comienzos, como puedes suponer, no fueron fáciles, aunque siempre conté con el apoyo

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decidido del propio Marqués de Riscal y el diputado D. Pedro Egaña. Ni siquiera la medalla de oro obtenida por nuestro “Medoc Alavés” en la Exposición Internacional de Bayona, ni las de plata y bronce en la de Burdeos, lograron conciliar los intereses encontrados de políticos y vinicultores.

¡Qué difícil es cambiar la mentalidad de las personas! Sembrar ideas nuevas e introducir cambios en las prácticas tradicionales resulta más complicado que obtener un buen vino. Al fin y al cabo, el paladar no deja de estar regido por el cerebro, en tanto que las cabezas se guían por la costumbre y la herencia.

Si no hubiera sido por D. Guillermo y su hijo Camilo mi andadura ultramontana habría acabado en 1868, cuando finalizó mi contrato con la Diputación. Sin embargo, ellos confiaron en mí y me asignaron la responsabilidad de administrar sus propias instalaciones, recién construidas en Elciego. Desde el primer momento D. Guillermo y su hijo me otorgaron plenos poderes en la gestión de los viñedos y la bodega. Ellos me concedieron la libertad que yo buscaba y, amparado bajo su protección, he podido entregarme sin trabas a la pasión de elaborar el vino de acuerdo con mis propios criterios.

El deseo de que tú puedas hacer otro tanto es lo que me impulsa a escribirte.

La semana pasada coincidí en una reunión de vinicultores con D. Manuel Azcona, un hacendado riojano que se mostró interesado en conocer el método bordelés de vinificación. Me pareció un hombre cabal y digno de confianza. Al término de nuestra charla manifestó su deseo de replicar en Haro, su ciudad natal, la experiencia de mis patrones, y me pidió que le recomendase alguien que dominara la técnica para hacer un buen vino. Como puedes imaginar, el primer nombre que acudió a mis labios fue el tuyo y no dudé en ensalzar tu capacidad. Sus ojos brillaron entusiasmados mientras me anunciaba que te visitaría de inmediato. Le di tu dirección y prometí informarte de sus intenciones, antes de que él mismo te escribiera anunciando la fecha de su llegada.

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Espero que perdones mi atrevimiento y que mi actitud no te cause ningún problema. En mi descargo he de alegar que lo hice inspirado en mi propio ejemplo y convencido de las ventajas que podría reportarte. En cualquier caso, creo que no pierdes nada por escuchar la propuesta de D. Manuel Azcona.

Un abrazo,

Jean Pineau”

Dobló la misiva, que había ocultado a todos por prudencia. Con respecto a su esposa Justine, era demasiado prematuro tratar un asunto que le causaría preocupación e inquietud. En cuanto a los trabajadores del Château Fillon, y su propio patrón Dominique, a ninguno le incumbía, por el momento.

Cerró la llave del quinqué y la oscuridad se apoderó de la sala. En el exterior el viento había dejado de soplar y las cepas que cuidaba con esmero desde hacía siete años exhibían su perfil más impasible. Con su inmovilidad parecían querer recordarle que eran ajenas a cualquier decisión que pudiera tomar. Por primera vez las miró desdeñoso y pensó que morirían antes que él. Al instante se arrepintió de su crueldad; aunque llegara a ser cierto, no merecían semejante maldición; les debía todo cuanto poseía. Estaba claro que el inminente encuentro con el hacendado riojano le mantenía en un estado de vigilia forzada que derivaba en el nacimiento de ideas irreflexivas. Contra ellas el mejor remedio hubiera sido dormir, pero si regresaba a la cama matrimonial acabaría despertando a Justine y se vería obligado a explicarle la causa de su insomnio. Al fin, optó por permanecer en la butaca y permitir que el cansancio le venciera. Faltaba toda una jornada de trabajo hasta que llegara la hora de acudir a la cita de Burdeos.

A partir de las nueve de la noche, el ambiente en la taberna Ausone se volvía tan barullento y anónimo como pretendía, idóneo para ocultar una entrevista de la que nadie debía enterarse.

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La proximidad al Pont de Pierre y los muelles sobre el río Garona dotaban al local de una concurrencia bulliciosa, compuesta en su mayoría por marineros, estibadores, pícaros y pendencieros, que hablaban a voces y reían a carcajadas mientras esperaban la llegada de las busconas más baratas de la ciudad. No era un lugar recomendable para que dos caballeros hablaran de negocios, pero lo prefería a cualquier otro sitio donde pudiera ser reconocido en compañía de un extranjero. En este caso, ninguna precaución le parecía excesiva. Se hallaba en juego su futuro y no deseaba que nada interfiriera su libre voluntad.

Ocupó una mesa apartada y aguardó la llegada del visitante sin perder de vista la puerta. Estaba seguro de que el pilluelo a quien había prometido una moneda traería sano y salvo a don Manuel Azcona desde el hotel donde se alojaba, en las proximidades de la estación Saint Jean. Mientras aguardaba, no dejaba de hacer girar en torno a su dedo el anillo de plata que había comprado con sus primeros ahorros; tenía un sello en forma de cáliz y lo consideraba una especie de talismán. Al darse cuenta del gesto involuntario, estiró la mano y se sirvió un vaso del contenido de la jarra que el mesonero había depositado frente a él. Con desagrado comprobó que también en Burdeos se podía elaborar vino de ínfima calidad, indigno de ser catalogado como tal.

Antes de que su saliva hubiera logrado disolver la acidez vio aparecer al hombre que esperaba. La capa bajo la que se embozaba no lograba ocultar el porte noble de su rostro: ojos oscuros y vivos, nariz recta, bigote negro hasta el límite de los labios, mentón redondeado con un único punto de barba igualmente negro, y una frente despejada y ancha que se transformó en rotunda calvicie cuando se despojó del sombrero. Aparentaba unos treinta y cinco años de hombre acostumbrado a pelear por lo que quería.

Entregó al rapaz su recompensa, estrechó la mano firme y sólida del recién llegado y le invitó a sentarse al tiempo que se disculpaba por haberle citado en local tan impropio. El riojano minimizó el detalle con un ademán resuelto y se lanzó a hablar en un francés explosivo y cargado de acento:

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- Monsieur Hortofeux, su amigo, Monsieur Pineau, me dio excelentes referencias sobre usted. Como él le habrá dicho, deseo encargar el cuidado de mis viñedos y mi bodega a alguien que conozca las técnicas bordelesas de vinificación. Las experiencias del Marqués de Riscal han demostrado que en La Rioja también se pueden elaborar vinos duraderos y de calidad. Ése será nuestro reto, en caso de que acepte mi propuesta.

- Me gustaría conocerla -respondió Hortofeux, sorprendido ante un inicio tan directo y promisorio.

- Las mismas condiciones que la Diputación alavesa ofreció a Monsieur Pineau: tres mil francos anuales, aparte de los viajes. Además de alojamiento en una vivienda adecuada dentro de la ciudad de Haro.

Hortofeux trató de enmascarar su estupefacción engullendo un nuevo sorbo del líquido áspero de la jarra; la cantidad sugerida doblaba su salario actual. Azcona continuó hablando en tono persuasivo:

- Tendrá autoridad absoluta para organizar las actividades como desee, con tal que me mantenga informado. Mi papel se limitará a aprobar las inversiones que, por ventura, deban ser acometidas.

La oferta resultaba tan tentadora que Hortofeux temió mostrarse abiertamente favorable si se pronunciaba de inmediato. Para evitarlo, simuló la actitud reflexiva de quien calibra los riesgos asociados a una iniciativa que puede cambiar su vida y pidió a Azcona que le diera mayores detalles sobre su persona, sus propiedades y el lugar en que estaban ubicadas.

Manuel Azcona, jarrero de cuna, no era hombre dado a presumir de su patria chica ni de su posición social. De ideas liberales y espíritu burgués, consideraba el esfuerzo y el coraje herramientas básicas del progreso. A base de ellas, aprovechando las desamortizaciones decretadas por Madoz a partir de 1855, había aumentado la herencia familiar hasta alcanzar las treinta fanegas de trigo y doce hectáreas de viñedo que poseía en la actualidad. Estaba casado y tenía tres hijos, el menor nacido recientemente.

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En cuanto a Haro, su intuición le decía que era una localidad llamada a adquirir protagonismo en las décadas siguientes, a pesar de que el último censo realizado le asignara algo menos de ocho mil habitantes. Al menos, mientras Práxedes Mateo Sagasta mantuviera su influencia y continuara beneficiando a su provincia natal con inversiones y prebendas.

- ¿Puedo saber en qué se basa? -preguntó Hortofeux.

- Su ubicación estratégica dentro de La Rioja la convertirá en el centro del desarrollo vinícola de la región. Créame -afirmó vehemente-, el día que dejemos de vender nuestros caldos bastos de pueblo en pueblo y aprendamos a elaborar vino de verdad, Haro ganará un nombre en el mundo y podrá competir con cualquiera.

Se arrepintió en cuanto terminó de decirlo ante la posibilidad de que la frase, pronunciada allí, resultara ofensiva. Hortofeux le tranquilizó con una sonrisa.

- No se preocupe, no soy chovinista. -Recorrió con la vista la catadura humana de quienes les rodeaban como si fuera suficiente justificación para no enorgullecerse de pertenecer al mismo país que ellos. La llegada de las primeras mujeres había dado paso a los comentarios procaces, los ofrecimientos lascivos y un rancio olor a sexo.

- ¿Qué le parece mi oferta? -insistió Azcona.

Hortofeux apartó el cuerpo de la mesa y extendió las manos en un gesto difícil de interpretar. Tal y como Pineau le había dicho, el riojano parecía un hombre serio, acostumbrado a ir directo al grano y poco amigo de los rodeos y las negociaciones al estilo veneciano. La oferta que le acababa de hacer superaba con creces cualquiera de sus expectativas previas y, posiblemente, constituía su propuesta definitiva. Sin embargo, el instinto le aconsejaba explorar hasta dónde estaría dispuesto a llegar Azcona por obtener sus servicios. Enunció una condición que entrañaba un profundo deseo:

- Quiero poseer mi propio viñedo. Una hectárea de terreno y el derecho a utilizar las instalaciones de la bodega para elaborar vino de mi cosecha.

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En cualquier otro lugar la exigencia hubiera parecido desmesurada. No obstante, envuelta en el barullo desinhibido y los comportamientos soeces que les rodeaban, sonó digna de ser analizada. Los ojos de Azcona buscaron en el fondo de los de Hortofeux el motivo de aquella solicitud, y lo que vio le recordó el color intenso que adquirían las uvas en su momento de máximo esplendor. Aun así la réplica le salió con un deje de ironía:

- ¿Pretende hacerme la competencia en mi propia tierra y con mis propios útiles? ¿Quién me asegura que velará por mis intereses con el mismo esmero que pondrá en elaborar vino para usted mismo?

- Yo, Antoine Hortofeux, se lo garantizo -afirmó solemne.

Manuel Azcona meditó durante varios minutos antes de pronunciarse. La prudencia desaconsejaba aceptar una solicitud inconcebible y arrogante. Sin duda podría encontrar otro vinicultor dispuesto a hacerse cargo de su bodega por mucho menos de los tres mil francos anuales. Ahora que estaba allí, no le sería difícil hallarlo. Al fin y al cabo, los alrededores de Burdeos eran pródigos en viñedos. Cualquier comerciante de la ciudad le informaría sobre dónde buscar. Y quizá fuera incluso mejor bodeguero que el hombre que tenía enfrente. Sin embargo, no sería él. Había algo en el carácter de Hortofeux que lo hacía especial. Sus ojos tenían el brillo de quienes asumen su oficio con el ardor de una creencia.

- De acuerdo, con una condición, a su vez. -Hortofeux esperó a que la expusiera-. En el terreno que le cederé no podrá plantar vides durante los primeros diez años. Además, si dejara de trabajar para mí antes de ese plazo, debería reintegrarme su propiedad.

Los dos hombres se estudiaron en silencio, conscientes de que, llegados a ese punto, las palabras carecían de importancia y lo único relevante eran los gestos y las actitudes. Al fin, Hortofeux estalló en una carcajada y extendió su mano en señal de reconocimiento.

- Don Manuel, es usted una persona sagaz. Si acepto, durante los próximos quince años mis vinos no podrán

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competir con los suyos y, por añadidura, se garantiza mi fidelidad y compromiso por un largo periodo. Creo que me gustaría trabajar a su servicio.

- En ese caso, Monsieur Hortofeux, llámeme Manuel a secas.

- Sólo si usted me llama Antoine.

Se estrecharon las manos sonrientes mientras pronunciaban por primera vez sus nombres de pila sin anteponer ningún tipo de tratamiento.

- ¿Este apretón significa que acepta mi propuesta? -planteó el riojano.

A Hortofeux le hubiera gustado responder con una afirmación tajante y definitiva, pero no podía comprometerse antes de recabar más datos. Si bien no albergaba ninguna duda en cuanto a las intenciones del hombre que deseaba contratarle, desconocía todo lo referente a la ciudad y el país donde tendría que trasladarse y las condiciones en que se encontraban los viñedos y la bodega de que debería ocuparse. Una decisión que implicaba un cambio tan radical en su vida requería saber a lo que se exponía y valorar cuidadosamente lo que estaba dejando. Dominique Fillon, su patrón actual, siempre le había tratado con respeto y, aunque no le concediera libertad para dirigir la bodega según su propio criterio, solía confiar en sus opiniones. Por otro lado, pocos se atreverían a discutir que Burdeos era la capital del vino y el mejor escaparate para quienes se dedicaban a su elaboración. A cambio, ¿quién había oído hablar de un lugar llamado Haro? Además, estaban Justine y su hija Amélie.

- Antes de darle mi respuesta definitiva, me gustaría conocer Haro -alegó.

Azcona contempló a Hortofeux con ojos de haber descubierto su secreto.

- Antoine, ¿es usted casado?

Asintió con la cabeza, satisfecho de ser entendido sin necesidad de mayores explicaciones.

- Le espero dentro de un mes. Será un placer mostrarle los viñedos, enseñarle la bodega y, por supuesto, alojarle en

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mi casa. La invitación, evidentemente, es extensiva a su esposa. No pretendo que decida a ciegas y, con el tiempo, se arrepienta. Al contrario, necesito su entusiasmo.

Las palabras cayeron sobre Hortofeux como un bálsamo. En esos términos, podía aceptar el ofrecimiento sin reservas.

- Le visitaré a comienzos del próximo mes.

- Infórmeme del día de su llegada y lo tendré todo preparado.

Una vez más sintieron la necesidad de darse la mano, como si sellaran un pacto. La empatía entre ambos se había impuesto por encima de las diferencias que los separaban.

Azcona se puso en pie con espíritu práctico, dando por finalizada la entrevista. No era partidario de prolongar las situaciones hasta agotarlas; prefería dejarse en la boca ese sabor placentero de la copa que no se apura por completo. Hortofeux no le había decepcionado. Regresaría a España con el convencimiento de que su proyecto ya estaba en marcha.

- Permítame que le acompañe hasta su hotel -sugirió el francés.

Nada más abandonar el tufo opresivo de la taberna y alejarse de los muelles, Burdeos se transformó en una ciudad hospitalaria que les acogía con el encanto de sus calles empedradas. La quietud de la noche y la brisa oceánica, que atenuaba la sensación de calor, invitaban a la confidencia. Sin embargo, ninguno de los dos se atrevió a romper el silencio mientras caminaban; tal vez por miedo a quebrar la perfección de un instante cuajado de promesas. Al tiempo que se despedían frente a la puerta del hotel, Hortofeux osó desafiar la prudencia con una pregunta adicional:

- ¿Por qué ha decidido implantar el método bordelés en su bodega precisamente ahora?

Al responder, el rostro del riojano se esponjó y sus rasgos adquirieron una dulzura de merengue.

- Mi hijo Fernando nació hace dos meses. Es el primer varón y, por tanto, el heredero de mi apellido. Antes de legarle las Bodegas Azcona espero transformarlas en un símbolo digno de ser conservado. ¿Le parece extraño?

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- No, le comprendo muy bien.

Se despidieron sin agregar nada más. Azcona subió a su cuarto y Hortofeux se dirigió al establo donde había dejado su cabalgadura, incómodo por no haber sido del todo sincero en su última frase. Compartía con el riojano el anhelo de trascender a través de los hijos; él sentía lo mismo en lo tocante a Amélie. Pero repudiaba ese afán de relegar a la mujer a un segundo plano y dar prioridad a los varones por el mero hecho de serlo. Adoraba a su propia hija y quería imbuirle su pasión por el cultivo del vino como si pudiera injertársela. Por el momento, era la mejor herencia que podía dejarle.

Montó su caballo negro -un frisón que venía sirviéndole con nobleza desde hacía siete años-, pagó el servicio y lo condujo hasta que las últimas casas quedaron atrás y el camino se abrió despejado ante su vista, como un río de plata bajo el resplandor lunar. Ahora podía aflojar las riendas y dejarse guiar. Disponía de una legua y media para decidir la mejor forma de abordar el asunto ante Justine.

La mujer de Hortofeux le esperaba despierta y preocupada. Aquella salida nocturna, con ropas de peón y aire de conspirador, no encajaba en sus patrones habituales de comportamiento. Tampoco que la noche anterior hubiese abandonado la cama sigilosamente, en cuanto creyó que estaba dormida, para refugiarse en la sala hasta el amanecer. Desde que se casaron solía hacerle partícipe de sus inquietudes y siempre que habían aparecido problemas ella había sido la primera en saberlo. Sin embargo, en las últimas semanas, Antoine hablaba poco y le esquivaba la mirada. Algo grave estaba sucediendo y ella necesitaba saberlo. Si se trataba de otra mujer, cuanto antes mejor. Prefería oírlo de sus labios a convertirse en el hazmerreír de sus amigas. Lo que no significaba que aceptara su condición de mujer engañada. Ella no era como Madeleine, la mujer del médico. Ni admitía la infidelidad ni consentiría dividir con otra el amor de su marido.

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- ¿Dónde has estado? -le espetó en el mismo instante en que asomó la cabeza.

Ante la mirada acusadora de Justine el discurso que había preparado dejó de tener sentido. Su única salida era contarle todo tal y como había ocurrido, desde la misiva de Pineau hasta los detalles de la propuesta que Azcona acababa de hacerle.

Justine le escuchó sin interrumpir, leyendo en los ojos de su marido el arrebato que procuraba disimular bajo una cobertura de frases comedidas. Sabía cuánto representaba para él aquella oportunidad. Antoine sólo tenía dos anhelos en la vida: alcanzar la excelencia criando su propio vino, y ser capaz de transmitir esa misma pasión a Amélie.

- ¿Has aceptado ya?

- No se me ocurriría hacerlo sin consultarte -aseveró Hortofeux-. El único compromiso que he adquirido es visitarle en Haro el próximo mes. Me gustaría que vinieras conmigo.

Justine sonrió, satisfecha de poder apagar todas sus dudas de un soplido y recuperar la confianza en su esposo

- No hace falta. Me fío de ti. Estoy segura de que sabrás escoger lo que sea mejor para todos nosotros.

Hortofeux se animó a ir un paso más allá y exponer el argumento que se le antojaba más objetivo a favor de aceptar la oferta.

- Justine, en este caso no se trata sólo de consideraciones económicas y ambiciones personales. Hay mucho más en juego. -Hizo una pausa para reunir fuerzas ante lo que iba a decir. Sólo el hecho de enunciarlo ya le parecía un anatema-. No podemos cerrar los ojos a la realidad. La filoxera acabará con todos los viñedos franceses, incluidos los del Château Fillon. Reponerlos, si es que resulta posible, exigirá años, muchos años, tal vez diez, o quince, y durante ese tiempo la vida aquí no será fácil para quienes dependemos de las uvas.

Justine no podía aceptar el derrotismo que contenían aquellas palabras, pronunciadas como quien emite una sentencia de muerte inapelable. Se sintió obligada a discrepar:

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- ¿No te parece que exageras? En el pasado hemos sufrido otras crisis similares, y a todas se les ha encontrado remedio.

Hortofeux pensó en el oidium, un hongo que atacó los viñedos franceses entre 1850 y 1855, reduciendo la producción de vino a menos del veinte por ciento. Tal y como Justine decía, la aplicación de polvo de azufre vaporizado sobre las hojas demostró ser un remedio preventivo suficiente para contener la enfermedad.

- La invasión de filoxera no tiene parangón con las plagas anteriores -repuso tajante-. Ese maldito insecto importado de América ha probado que es capaz de resistir a todos los tratamientos. Su poder devastador es inmenso. Y continúa extendiéndose.

Justine agitó la mano en el aire para evitarse una nueva disertación sobre la enfermedad. Desde que fueron detectados los primeros casos en el departamento de Gironde, a orillas del Garona, Antoine la había mantenido al corriente de cada avance y cada decepción en la batalla de los viticultores franceses contra la Phylloxera vastatrix. De tanto escucharle, ella misma se creía capacitada para impartir una conferencia sobre el tema.

En julio de 1868, Bazille (presidente de la Sociedad Central de Agricultura de Hérault), Planchon (botánico de Montpellier) y el viticultor Sahut descubrieron en el pie de varias cepas enfermas una masa de insectos parásitos que formaban un barniz amarillo. De inmediato, atribuyeron al insecto la responsabilidad de provocar la pérdida de vigor y agostamiento que afectaba a ciertas viñas desde que aparecieron los primeros casos en 1865. La explicación, no obstante, fue duramente criticada. Numerosos científicos, apoyados por varios entomólogos y los propios viticultores de Burdeos, se negaron a admitir cualquier tesis que no relacionara la enfermedad con condiciones propias de las vides, la climatología, o el terreno en que estaban asentadas. La polémica había durado años, aunque la contundencia de los hechos acabó imponiéndose y dando la razón a los científicos de Montpellier. En la actualidad ya nadie ponía en duda que la filoxera llegó a Francia a través de cepas importadas de los Estados

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Unidos de América durante la crisis del oidium de los años cincuenta. Igualmente, a partir del viaje que Planchon realizó allí durante el otoño de 1873, se sabía que el insecto existía también en Estados Unidos y que, por alguna misteriosa razón, las vides americanas se mostraban resistentes a sus ataques. Lo que continuaba ignorándose era el modo de combatir la enfermedad en las cepas afectadas y la forma de evitar la propagación de la plaga. La incapacidad del gobierno para hacerle frente quedaba ratificada por el valor de la recompensa que acababa de instaurar para quien propusiera un remedio eficaz: nada menos que trescientos mil francos; ni la cabeza del más sanguinario de los criminales había merecido nunca un premio semejante.

- Antoine, por favor, no me obligues a escuchar un nuevo capítulo de la lucha contra la filoxera -bromeó-. No me cabe duda de que la propuesta de ese español puede ser una gran oportunidad para tu carrera. Vale la pena que vayas a conocer el local y las condiciones. Mientras tanto, te aconsejo que no te forjes demasiadas ilusiones, por si lo que ves allí te decepciona.

Hortofeux abrazó a su mujer, agradecido. El contacto con su piel le provocó una repentina y pujante erección, que aumentó al dejarse envolver por el calor de su cuerpo. Con manos ávidas la despojó del camisón, excitó sus pezones con la punta de la lengua y hundió el rostro en el valle donde confluían sus muslos. Justine inició el balanceo cadencioso que él tan bien conocía, animándole a que la penetrara. En cuanto estuvieron unidos, acompasaron sus movimientos en un ritmo armónico de vaivén, coreado por jadeos esporádicos. Diez años de práctica común les permitían anticipar los deseos del otro y adaptar los avances y los retrocesos para buscar juntos la simultánea explosión de los sentidos. Cuando Hortofeux notó el temblor que se apoderaba de las piernas de su esposa aceleró el compás y se hundió más a fondo en ella. El placer les llegó como una descarga que los arrojaba fuera del mundo.

Empapado de sudor, Hortofeux se separó de Justine, la besó en los labios y se dejó caer a un lado de la cama. Un

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instante después el sueño se apoderó de su cuerpo cansado y su espíritu complacido.

Justine se giró hacia él para rodearle la cintura con el brazo. Continuaba amando a su esposo igual que el primer día. No podía imaginar vivir sin él. Pero sentía miedo ante la perspectiva de tener que dejar Francia. Allí estaba todo lo que conocía: sus hermanas Jaqueline y Bernadette, la casa que había ido decorando a su gusto, las reuniones vespertinas con sus amigas, las veladas en el Grand Théâtre, su costurera Clémentine, el médico que la atendía desde que era niña, la animación de las calles de Burdeos. Trasladarse a España representaría perder todo aquello para comenzar de cero: un nuevo idioma por aprender, gentes diferentes con otras costumbres y otros modos a los que debería adaptarse, un lugar que jamás podría competir con la magnificencia de su ciudad natal, y quién sabe cuántos desafíos adicionales que ahora ni siquiera lograba vislumbrar. Aparte del impacto que causaría en su hija Amélie, con seguridad la más desvalida ante una mudanza tan profunda. Esperaba que Antoine pensara en ella antes de tomar cualquier decisión; por mucho que él se empeñara en hacerla una sombra de sus pasos e imbuirle el amor por la vinicultura, todavía era una niña de siete años y necesitaba un ambiente adecuado donde desarrollarse, amparada por una educación esmerada y rodeada de amigas de su mismo nivel social. ¿Sería posible proporcionarle todo eso en Haro?

Apretó los ojos en un gesto instintivo para convocar al sueño. Tendría que esperar hasta que Antoine regresara de su viaje de reconocimiento para que algunas de sus incertidumbres fueran aclaradas. Preocuparse antes suponía un desgaste vano.

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Contexto Histórico

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Puede afirmarse que, a comienzos de la segunda mitad del siglo XIX, La Rioja sólo produce vino de cosecha, con todo lo que ello conlleva. La elaboración está en manos de los propietarios de viñedos -en su mayoría minifundistas- que disponen de lagares y cuevas de carácter familiar destinados a efectuar la fermentación tumultuosa del mosto y guardar el vino hasta la primera trasiega de enero, momento a partir del cual se considera en condiciones de ser entregado a los “corretajeros” para su comercialización y venta. No existe, por tanto, la separación entre viticultores y bodegueros ni se aplican técnicas de crianza y envejecimiento. Ello hace que los vinos obtenidos resulten “groseros” y “de poca valía”, según denominaciones de la época, y se piquen con facilidad, lo que obliga a consumirlos dentro del año.











Cortesía Marqués de Riscal



Las primeras tentativas organizadas para mejorar la calidad de los vinos de Rioja tienen como protagonistas al Marqués de Murrieta, en torno a 1852, y al Marqués de Riscal, en 1862. Este último, bien relacionado en el mundo diplomático, intermedia en la contratación del experto francés Jean Pineau por parte de la Diputación alavesa “con el objetivo de que introduzca en Álava los métodos de vinificación seguidos en el departamento de La Gironde”, según reza el documento firmado. En 1868, al finalizar el contrato de Pineau, el Marqués de Riscal le pone al frente de sus viñedos y bodegas ubicados en Elciego.














Cortesía Marqués de Riscal



Al otro lado de la frontera, en julio de ese mismo año, Georges Bazille, Jules-Èmile Planchon y Felix Sahut identifican el insecto Phylloxera Vastratix como causa de la enfermedad que viene atacando las vides de algunos departamentos franceses desde 1865. No obstante, ni la explicación es aceptada unánimemente ni la preocupación es generalizada entre los viticultores y las autoridades. Al contrario, Francia vuelve sus ojos hacia el triunfo del comercio durante la Exposición Universal de París, la inauguración del Canal de Suez un año después y la guerra de Prusia en 1870. La desidia y la ignorancia favorecen la propagación de la plaga, de modo que, a comienzos de 1874 la plaga ha alcanzado tal extensión que el propio gobierno se ve forzado a establecer una recompensa de trescientos mil francos para quien aporte un remedio eficaz contra ella. Enfrentados a la falta de materia prima los bodegueros franceses recurren al mismo procedimiento que habían empleado durante la crisis del oidium en los años cincuenta: importar vinos de La Rioja para mezclarlos con los propios. Dicha práctica alcanza un auge aun mayor tras los tratados comerciales de 1877 y 1882, que reducen los aranceles a la importación de vino español.










Cortesía Viña Tondonia



Ello hace que, mientras los viticultores franceses se enfrentan a una tragedia sin precedentes, se abra para los cosecheros riojanos un periodo de prosperidad hasta entonces desconocido, con precios crecientes año tras año. Entusiasmados y dispuestos a aprovechar aquella onda como si fuera a durar para siempre, los propietarios de tierras sustituyen masivamente el cereal por plantaciones de vides, llegando a duplicarse la superficie de viñedos cultivada en el plazo de dos décadas.














Cortesía Marqués de Riscal



Al mismo tiempo comienzan a instalarse en La Rioja numerosas bodegas, la mayoría orientadas a aprovechar el “boom” exportador, comercializando el vino de elaboración tradicional y sin envejecer, aunque también aparecen algunas iniciativas destinadas a obtener vinos de calidad mediante el empleo de los métodos bordeleses. De esa época data la creación de bodegas que todavía hoy continúan funcionando, en muchos casos incluso con los mismos nombres: la Compañía Vinícola del Norte de España, las Bodegas Riojanas, las Bodegas Martínez Bujanda, las Bodegas Berceo, las Bodegas Montecillo, las Bodegas Berberana, la Sociedad Vinícola de la Rioja Alta -que aprovechó instalaciones pertenecientes al francés Alfonso Vigier-, y las fundadas por don Rafael López de Heredia, por el Duque de Moctezuma de Tultengo Ángel Gómez de Arteche, o por don Félix Azpilicueta y Martínez.














Cortesía Viña Tondonia



En 1892, casi tres décadas después de que la filoxera hiciera su aparición en Francia, la mayoría de los viñedos del país vecino están recuperados. El proceso de la enfermedad ha sido largo y el remedio ha resultado costoso y traumático, las vides autóctonas han desaparecido, pero las cepas americanas injertadas con variedades tradicionales están en condiciones de ofrecer uvas dignas de ser empleadas en la elaboración de vino. En esas circunstancias, la presión de los viticultores franceses fuerza al gobierno a no renovar el tratado comercial con España. Y al desaparecer de golpe el insaciable mercado francés, los precios caen.
















Cortesía Viña Tondonia



Es en ese momento cuando comienza el declive de los cosecheros riojanos y llega la hora de las bodegas modernas. La situación del mercado y el intenso intercambio que se ha producido durante dos décadas entre franceses y riojanos crean el caldo de cultivo idóneo para que capitales vascos, riojanos, e incluso franceses, se orienten a crear instalaciones industriales que permitan criar y envejecer el vino de la región. Empieza ahí a abrirse una brecha definitiva entre los propietarios de viñedos y los bodegueros.
Mientras tanto, la amenaza de la filoxera continúa siendo ignorada o despreciada. Hasta que en 1896 la plaga alcanza la provincia limítrofe de Navarra y algunas instituciones, entre las que cabe destacar a la Estación Enológica de Haro y el diario La Rioja, comienzan a dar las primeras señales de alarma. En cualquier caso, pocos viticultores se percatan del peligro inminente y los esfuerzos se orientan exclusivamente a intensificar la vigilancia con respecto al transporte o plantación de cepas y sarmientos de origen americano.



















Cortesía Marqués de Riscal


Como era previsible, dicha estrategia acaba resultando inútil y, en junio de 1899 se detectan en Sajazarra los dos primeros focos de filoxera dentro de la provincia de Logroño. A partir de ahí, el avance es imparable: seis años después existen 36.692 hectáreas destruidas, 15.900 afectadas y 52.592 en estado prefiloxérico. Para tener una idea de lo que ello representa a efectos de reducción de cosecha podemos tomar el ejemplo de Haro: en 1906 la vendimia fue de sólo 35.000 cántaras, en comparación con las 240.000 que se obtenían anualmente antes de la llegada de la filoxera.
A pesar del ejemplo francés y los veintiún años transcurridos desde que apareció la filoxera en Málaga y Gerona, la plaga encuentra desprevenidos a los viticultores riojanos, y la lucha contra ella reproduce los mismos errores y resistencias que se han sucedido en otros lugares. El dinero que debería haber sido recaudado para enfrentarse a ella no está disponible, en parte por falta de pago de los agricultores y en parte porque algunos ayuntamientos lo han destinado a otros fines en lugar de entregarlo a la Diputación provincial. Los propietarios de viñedos rechazan las cepas americanas y se acogen a cualquier fórmula mágica, como el “remedio Varela”, con la esperanza de evitar la replantación, por el alto coste que ello representa.













Cortesía Viña Tondonia

Notas del Autor

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A lo largo del relato he procurado entretejer los hilos de la realidad y la ficción de forma que compusieran un único tapiz, por lo que al llegar al final me siento obligado a declarar qué hechos son verídicos y cuáles sólo han ocurrido en mi imaginación.
En todo cuanto se refiere al desarrollo de la plaga de filoxera, tanto en Francia como en España, he respetado fielmente fechas y acontecimientos. A pesar de la diferencia de una década entre el ciclo francés y el ciclo español de la enfermedad resulta asombroso comprobar el paralelismo de errores, desidias, conflictos y esfuerzos infinitamente humanos que se dieron a ambos lados de la frontera.



La elección de Haro como marco de la novela no fue gratuita. La villa de Haro representa el ejemplo perfecto del auge, caída y renacimiento que experimentaron muchas localidades riojanas en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX: al desarrollo económico fruto de las masivas exportaciones de vino a Francia sucedió una profunda crisis debida al fin de las mismas, que coincidió en el tiempo con la pérdida de las colonias de ultramar y la llegada de la filoxera a la región; y fue en aquel caldo de cultivo donde surgieron la mayor parte de las bodegas que hoy la hacen famosa. Me he apoyado en algunos acontecimientos históricos para reflejar el ambiente de prosperidad de la primera época de esplendor: la inauguración de la nueva plaza de toros en la que actuaron los dos mejores espadas del momento, la primicia del alumbrado público eléctrico en todas sus calles y, ya en 1892, cuando los tiempos de bonanza tocaban a su fin, la decisión de establecer la Estación Enológica en la ciudad y la apertura de una sede del Banco de España -que en aquella época aun admitía accionistas privados y efectuaba transacciones de crédito y descuento como el resto de entidades bancarias-.
La influencia de expertos franceses en la mejora de los procesos de vinificación riojanos es un hecho indiscutible. Anglade, Serres, Blondeau, Vigier, Savignon, Lepine y, por supuesto, Jean Pineau son nombres de enólogos y bodegueros galos que se instalaron en la región durante el último tercio del siglo XIX. Los cambios que Antoine Hortofeux introduce en la explotación de los viñedos y la gestión de las Bodegas Azcona están inspirados en los que Jean Pineau llevó a cabo en las instalaciones del Marqués del Riscal en Elciego.



Las asociaciones de viticultores y bodegueros en la comarca de Haro surgen años después de lo que se indica en el relato. No obstante, he recurrido a anticiparlas en el tiempo como recurso para presentar las reacciones de dichos colectivos a los acontecimientos ligados a la lucha contra la filoxera.



La epidemia de cólera morbo de 1885 no alcanzó en La Rioja la virulencia de las ocurridas en 1834 y 1855. Sin embargo, el clero de la provincia, con el obispo don Antonio María de Cascajares y Azara a la cabeza, organizó ejercicios espirituales, novenas y procesiones en diversas localidades entre julio y noviembre, momento en que el prelado convocó un solemne Te Deum en la catedral de Calahorra al tiempo que hacía pública una pastoral encabezada con la siguiente frase: “La cólera del Señor se ha aplacado al fin”. Existe constancia de que el padre jesuita Vinuesa estuvo presente en la procesión celebrada en Haro y que las comuniones superaron el número de tres mil. Por otra parte, la oración a San Caralampio es auténtica, aunque no me consta que fuera vendida al precio indicado.
Las exposiciones universales de Barcelona y París constituyen dos muestras del florecimiento que experimentaron este tipo de ferias internacionales durante la segunda mitad del siglo XIX. La mayoría de ellas incluía un certamen de vinos, lo que fue aprovechado por los bodegueros españoles -especialmente catalanes y riojanos- para dar a conocer sus productos allende las fronteras. En general se concedía un número de premios elevado, que incluía medallas de oro, plata y bronce, varios tipos de diplomas de honor y otras menciones honoríficas. Para agilizar la narración y dotarla de fuerza novelística me he permitido la licencia de reducir los premios a una única categoría de medallas y escenificar las deliberaciones del jurado con una prueba de cata a los vinos finalistas.
La Estación Enológica de Haro ejerció un papel destacado en el desarrollo de la vinicultura de La Rioja, sobre todo en los aspectos formativos y experimentales. Las reticencias iniciales de los cosecheros fueron superadas gracias a un trabajo meticuloso y una labor divulgativa encomiable. Las informaciones sobre los cursos impartidos e incluso el examen de graduación de Feliz Herreros están basadas en documentos publicados.



El episodio de la muerte de Mateo Trevijano se inspira en el asesinato de Aniceto Sor a manos de Isidoro Bañales, alias “Caracocha”, ocurrido en las mismas fechas y similares circunstancias a las descritas en la novela. Por supuesto, la personalidad de Trevijano es inventada y nada tiene que ver con la de Aniceto Sor, al igual que la de “Caracocha”, para el cual he preferido mantener el nombre. En cualquier caso, quiero pensar que el verdadero “Caracocha” se sentiría orgulloso de tener una razón noble para justificar el homicidio que cometió.
El comienzo de la última etapa de la guerra de Cuba en 1895 provocó una convulsión en la península que adquirió tintes dramáticos en el seno de las clases populares, sometidas al injusto sistema de levas establecido por la Ley de reclutamiento y reemplazos del 11 de julio de 1885. En virtud de la misma, los varones tenían obligación de alistarse al cumplir los diecinueve años de edad para prestar tres años de servicio militar activo y permanecer nueve más en la reserva, excepto aquellos que obtuvieran la exención por motivo justificado o fueran redimidos en metálico. El valor de dicha redención se fijaba en 1.500 pesetas para la península y 2.000 pesetas para los destinos de ultramar, cantidades que sólo estaban al alcance de las elites gobernantes, las clases medias urbanas y algunos propietarios agrícolas o profesionales bien remunerados. La necesidad de intensificar el envío de tropas a la isla antillana trajo consigo dos consecuencias inmediatas: la restricción de los motivos por los que se concedían exenciones a los mozos en edad de alistarse y el llamamiento a filas de los reservistas en activo. Este segundo hecho originó protestas y manifestaciones en varias localidades riojanas, entre las cuales la más llamativa tuvo lugar en la estación de ferrocarril de Haro el día 11 de agosto de 1895. En general, he respetado las crónicas de la época a la hora de relatar aquel acontecimiento, excepto en lo referente a Ceferino Giménez y el incendio por él provocado.
La crisis de subsistencias durante los primeros meses de 1898 desembocó en motines y alteraciones del orden público en Alfaro, Cervera, Logroño y otras localidades, obligando al gobierno a reconocer el 5 de mayo la “urgente precisión de evitar la exportación de trigo y cereales y precaver los conflictos que pueden surgir por la cuestión de subsistencias (…) planteando la exención temporal de los derechos de arancel con que están gravados dichos artículos”. El asalto al comercio de Miguel Zabalza es ficticio, si bien se tiene constancia de que durante el mes de marzo de ese año se produjo en Haro una manifestación de mujeres a causa del aumento que experimentaba el precio de la harina, a la cual el alcalde respondió en términos similares a los del presente relato.



Las danzas que he hecho coincidir con varios momentos festivos están basadas en descripciones del folklore de la región, aunque no corresponden necesariamente a la tradición de la ciudad de Haro. Del mismo modo, la “fiesta de los novios”, que he situado durante la nochevieja de 1894, está basada en prácticas existentes en otras localidades riojanas, como son Santurdejo, Cañas, Anguiano, Matute, Almarza de Carneros, Clavijo y Cornago.
La costumbre de elaborar “almazuelas” partiendo de pedazos de ropas usadas está documentada por primera vez en textos riojanos del siglo XVII y persiste en la actualidad como artesanía textil en varias poblaciones de la Sierra de Cameros.
La procesión a los riscos de Bilibio para cumplir la Carta Ejecutoria de 1237 es una tradición que se conserva hasta hoy entre los jarreros, y sólo dejó de ser cumplida durante la tercera guerra carlista. Con respecto a la antigüedad de la “batalla del vino”, he de reconocer que las primeras noticias documentadas sobre ella datan de los años treinta del siglo pasado; sin embargo he considerado oportuno tratarla como si fuera una costumbre centenaria.



En las descripciones y referencias a los personajes históricos que aparecen en el texto he procurado respetar las informaciones que se conocen sobre ellos, excepto el ya citado “Caracocha”. No obstante, don Víctor Cruz Manso de Zúñiga merece una mención especial por el relieve que su figura adquiere en la trama. Todas las fuentes consultadas destacan el mérito de la labor que desarrolló al frente de la Estación Enológica de Haro y el celo que puso en tratar de impedir que la filoxera alcanzase la provincia de Logroño y, una vez apareció en Sajazarra, que se extendiese por ella. En este sentido, el episodio de la quema de barbados detectados en la estación de Haro en febrero de 1899 está recogido en la prensa de la época con tonos laudatorios. Basándome en ello he supuesto que habría actuado con la misma contundencia contra cualquiera que desafiara las leyes implantando un vivero de cepas americanas en Haro antes de que la filoxera llegase a la ciudad. Sin embargo, me he permitido la licencia de imaginar que, en el fondo de su conciencia, habría estado de acuerdo con la decisión de Azcona de replantar las vides antes de que sufrieran el ataque del insecto.
El relato del “caso Varela”, por asombroso que parezca, es fidedigno y me he limitado a insertarlo en el argumento respetando las crónicas de cuantos lo han estudiado. Tras la publicación en el Boletín Oficial de la Provincia, el 21 de julio de 1903, del informe del ingeniero agrónomo Leopoldo Hernández Robrego en el cual certificaba la ineficacia de la fórmula propuesta, los viticultores descartaron el tratamiento y el concejal de Verín desapareció sin que se volvieran a tener noticias sobre él.



La tragedia ferroviaria de Torremontalbo es verídica y ocurrió en la fecha indicada, el 27 de junio de 1903. He procurado que la descripción fuese fiel a las crónicas existentes sobre lo que realmente ocurrió, incluso el detalle referente al seno de doña Concha Manso de Zúñiga, cuya entrega humanitaria fue ampliamente ensalzada por la prensa de la época. El accidente dio lugar a la instrucción de un proceso judicial en el cual siete empleados de Ferrocarriles del Norte resultaron acusados de negligencia y se apuntaron como causas del desastre el exceso de velocidad y deficiencias en el estado de conservación del puente. No obstante, el juicio definitivo celebrado en Madrid en 1906 concluyó que la catástrofe había sido fruto de la fatalidad, si bien es cierto que durante los tres años que mediaron la Compañía indemnizó generosamente a los afectados.
Agradezco a los historiadores y estudiosos de la enología las horas que han dedicado a investigar la evolución del vino de Rioja, los efectos de la filoxera en Francia y España y cuantos acontecimientos sucedieron en el último cuarto del siglo XIX y los primeros años del XX. Sin el material que ellos han publicado me hubiera resultado imposible concebir la trama y los personajes. De antemano les pido disculpas por cualquier error que haya podido cometer, fruto exclusivo de mi ignorancia y torpeza.
Quiero dejar constancia de mi agradecimiento más sincero a Luis Vicente Elías Pastor quien, sin conocerme de nada, se prestó a proporcionarme información valiosísima y a leer el primer borrador de la novela. Sus comentarios fueron oportunos, precisos y enriquecedores.

 

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